BLOGOSFERA

José Andrés Torres Mora

El hombre sin opinión, y la opinión sin hombre


Las personas tienen derecho a cambiar de opinión. Sobre esa base se construye, por ejemplo, el ideal de la democracia deliberativa. Un ideal en el que es más importante llegar al acuerdo que a la votación. Un acuerdo al que se llega mediante el intercambio de ideas y opiniones; por cierto, un ejercicio arriesgado, porque nos exige la valentía de acudir al debate sabiendo que lo mismo podemos convencer que ser convencidos. Por eso los fundamentalistas saben bien que la mejor forma de mantenerse fieles a sus posiciones es no discutirlas con nadie, así no corren ningún riesgo.

Por supuesto, esto de cambiar la opinión de los demás, o de que los demás nos cambien la nuestra, no se queda en el ámbito de la política, sino que se extiende por el resto de los ámbitos de la vida. Lo cierto es que lo vemos como algo perfectamente natural. Cuando finalmente convencemos al amigo de que la mejor opción es esta película en lugar de aquélla, no pensamos que el convencido sea más tonto por dejarse convencer; es más, con frecuencia tendemos a pensar que si no se deja convencer es porque se trata de alguien demasiado cerril. Lo mismo ocurre en sentido contrario, cuando un amigo nos convence es porque reconocemos que su idea es mejor, sin que ello sea un desdoro para nosotros, al fin y al cabo pensamos que hemos sido lo suficientemente inteligentes para aceptar que efectivamente nuestro amigo tiene razón.

Digo todo esto porque quiero dejar bien claro que los cambios de opinión, en sí mismos, me parecen legítimos, y también que dichos cambios pueden decir cosas buenas de la persona que muda de opinión. Sin embargo, también es cierto que hay cambios de opinión que, por su frecuencia, o por su profundidad, suelen merecer la censura social. La gente que cambia de opinión a cada instante no nos merece mucho respeto, en realidad pensamos que lo que le ocurre es que no tiene opinión propia, con tantas opiniones lo que desaparece es su opinión: no tienen ninguna. Algo distinto ocurre con quienes cambian radicalmente de opinión, y es que son ellos los que se vuelven irreconocibles, pensamos que no puede ser la misma persona. Por eso, si cambiamos de opinión con excesiva frecuencia o profundidad debemos preocuparnos mucho de explicar nuestras razones, con objeto de que nuestra opinión siga siendo reconocida y nosotros reconocibles.

Si ustedes leen las siguientes dos frases verán lo que quiero decir:

“Si los únicos que han sido inflexibles, los únicos que han sido inmovilistas, los únicos que han sido irracionales, tomasen la decisión de dejar de ser, de dejar la violencia, yo sabría ser generoso” (José María Aznar 1998).

“Derrotar a ETA significa que no se suplique, se mendigue cada día la banda terrorista que haga algún gesto, alguna declaración, publique algún documento que se pueda llevar al próximo mitin y que justifique la colección de cesiones que se le están regalando” (José María Aznar 2011).

A uno le cuesta pensar que ambas frases sean de la misma persona. Cuesta reconocer al Aznar de 1998 en el de 2011, o al de ahora, entonces. La fuerza con la que emerge la nueva opinión viene a ser equivalente a la fuerza con la que desaparece el hombre que la formula. Sabemos lo que piensa Aznar, pero no sabemos quién es. Y lo mismo ocurre con quienes le aplaudían, no sabemos quienes son, y en algún caso, ni lo que piensa(n). Y eso en política es letal. También en la vida.

TRANSPARENCIA

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