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La Universidad, fábrica de universitarios
En su juventud, mi generación conoció tasas de paro parecidas a las que tienen los jóvenes de ahora. También nosotros éramos, a comienzos de los ochenta, la generación mejor preparada de la historia de España; y pese a ello, muchos de nosotros nos encontramos con nuestra flamante titulación universitaria en las colas del desempleo. Los trabajos disponibles no se acercaban ni de lejos a la cualificación que certificaba nuestro título. Por aquella época los amigos solíamos contarnos un chiste en el que unos decían «a mí me gusta mucho que me sirvan el café los sociólogos», y otros contestábamos «pues no creas, que los abogados tampoco lo sirven mal». En fin, cambiábamos la profesión del chiste según cambiaba nuestro interlocutor. Es verdad que algunas profesiones se salvaban algo más, pero tampoco los sueldos y las carreras profesionales que les ofrecían coincidían con las expectativas que se habían forjado aquellos jóvenes médicos o ingenieros.
Recuerdo la perplejidad de mi padre, un obrero manual que trabajaba en CITESA, al ver al primer licenciado de su familia desde el neolítico, buscando un empleo de camarero o de lo que fuera. También recuerdo que me daba quinientas pesetas (3 euros) para salir con mi novia durante el fin de semana. Entonces se te acercaban algunos a decirte «tronco, dame veinte duros»; un sábado, al llegar a la Plaza de la Merced, se me acercó el que hacía seis, pidiendo veinte duros. Le dije que no, pero se puso muy insistente en preguntar por qué no se los daba, así que le tuve que decir «tronco, tengo quinientas pesetas para todo el fin de semana, si le hubiera dado veinte duros a cada uno que me los habéis pedido esta tarde, ahora tendría que estar pidiéndolos yo para dártelos a ti».
La situación era tan novedosa que a todos nos costaba entenderla. Un par de años después, cuando ya era ayudante en la Facultad de Sociología, al comentarle a un catedrático que me iba a casar, me dijo que él no se había casado hasta no tener la cátedra. Muchos de nuestros padres nos contaban que primero ahorraban para comprarse el piso y luego se casaban. Menos mal que no les hicimos caso.
Por aquel entonces se publicó un libro con un título muy publicitario La Universidad, fábrica de parados. Estoy seguro de que fueron más las personas a las que disuadió de estudiar en la Universidad el impactante título, que la lectura del libro. Todo encajaba, los universitarios estábamos parados, luego los estudios universitarios no servían para nada, luego la Universidad no cumplía su misión, lo que había que hacer era reforzar la formación profesional, etc. Las élites tradicionales saben que su poder les viene de ser pocos, y la idea de muchos universitarios nunca les ha gustado, así que se encargaron de extender la idea de que en nuestro país sobraban universitarios. Y siempre que tienen la oportunidad, vuelven al ataque.
Lo cierto es que no es el sistema educativo el que fabrica los parados, sino el sistema productivo. Invertir en la educación de la gente es bueno para el país en general, y para cada persona en particular. En aquella época un amigo, que empezaba los cursos de doctorado a la par que yo, me decía «tenemos que hacernos doctores, porque un país no puede permitirse tener doctores en paro». No es verdad, la tasa de paro de los doctores universitarios es del 4%; pero la de los analfabetos es del 47%. La educación es el mejor seguro contra el desempleo, así que debemos seguir extendiendo ese seguro al mayor número de personas.