BLOGOSFERA
Sobre la inutilidad del mal
Leo estos días que el papa ha participado en un programa de televisión al estilo de «tengo una pregunta para usted». La mayoría de las preguntas que le hicieron estaban dedicadas al sufrimiento humano. Sufrimiento humano también es pillarse el dedo con el maletero del coche, pero aunque duele bastante (yo lo he vivido) no se nos ocurre molestar al papa para preguntarle cuál es el sentido último de semejante daño, sino que lo atribuimos a la casualidad, a la mala suerte. Sin embargo hay otros dolores tan grandes, tan intensos, que somos incapaces de considerarlos fruto de un azar absurdo, que necesitamos que tengan un sentido.
No somos capaces, por ejemplo, de llamar absurdo al dolor de la sociedad japonesa en los últimos tiempos. De hecho entre las siete personas que interrogaron al papa estaba una niña japonesa de siete años que le preguntó por qué los inocentes han de sufrir tanto dolor. Una pregunta a la que el papa le respondió que debería decirse a sí misma: «Un día, yo comprenderé que este sufrimiento no era una cosa vacía, no era inútil, sino que detrás del sufrimiento hay un proyecto bueno, un proyecto de amor. No es una casualidad».
¿Cómo un Dios bueno y omnipotente permite el mal en el mundo?, se preguntaba Leibniz en el siglo XVIII, y contestaba en su Teodicea algo no muy distinto de lo que contesta Benedicto XVI a comienzos del siglo XXI a la niña japonesa. Para Leibniz Dios sería como un matemático que minimiza el mal necesario para que tengamos el mejor de los mundos posibles. Nosotros tenemos un refrán en la misma línea que dice: «No hay mal que por bien no venga». No disputaré con nadie el valor que esa idea pueda tener a la hora de aliviar el sufrimiento de los seres humanos. En mitad del dolor, el consuelo es una necesidad tan perentoria que entiendo perfectamente que cada cual la resuelva como buenamente pueda y sepa.
Sin embargo, hay algo inquietante en ese pensamiento que explica el mal por el bien que produce, y es que puede animar a algunos a actuar a imagen y semejanza de su Creador. Leibniz era bastante mejor matemático que el común de los mortales, y pensaba que ese Dios capaz de permitir un mal como la catástrofe de Japón para producir un bien, era infinitamente mejor matemático que él mismo. El problema es cuando aparece gente dispuesta a hacer todo «el mal necesario» para producir grandes cantidades de bien, sin tener la titulación adecuada. Es decir, sin ser Dios. Una millonésima, y te has cargado la sanidad pública; un decimal y te has cargado el Universo.
También es posible que Leibniz no entendiera nada, y en ese caso, su explicación del mal en el mundo sólo sirviera, en contra de su propósito, a modo de coartada para que todos los malvados y estúpidos puedan hacer más daño todavía, bajo el lema maltratador: «Quien bien te quiere, te hará llorar». ¿Y si el mal no tuviera sentido? ¿Y si no nos hiciera ni mejores ni peores?, ¿y si sencillamente sólo nos hiciera daño?
También pudiera ser que estuviéramos hechos del polvo de una estrella que estalló hace miles de millones de años, que naciéramos de un azar casi imposible y que muriéramos de otro inevitable, que no hubiese ninguna intención en nuestro destino como especie más allá de la que seamos capaces de dar nosotros mismos. Y que una maldad sea sólo una maldad, estúpida y cruel, o incluso el comienzo de una cadena de maldades más estúpidas y crueles todavía.