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De la disciplina parlamentaria
La unanimidad suele recordarme al genio modernista, Rubén Darío, y su verso de los cisnes unánimes en el lago de azur. Unánimes han sido los parlamentarios andaluces del PP votando a favor de la Ley del Aborto tal y como la ha presentado Gallardón, todavía Ministro de Justicia. Y también unánimes han sido los parlamentarios extremeños del PP votando que se frene la Ley del Aborto tal y como la ha presentado Gallardón, todavía Ministro de Justicia. Tanta unanimidad, a favor y en contra, llama la atención, de ahí que quizás sea más oportuno hablar de la disciplina parlamentaria.
Se montó un escándalo cuando tres diputados catalanes del PSC rompieron la disciplina de voto. No lo comprendo ni lo comparto. Son muchos los países que dan más libertad a sus parlamentarios con respecto a las instrucciones del Partido. Incluso en el Reino Unido, según hemos sabido estos días, existe la figura del whip, un congresista cuya función es precisamente la de conseguir la cohesión del voto de sus compañeros. Eso sí, a través de la argumentación, nunca de la coacción o la amenaza. De hecho, conocemos varias rebeliones internas en los dos grandes partidos británicos, desde la Guerra de Irak hasta la Ley del Matrimonio Homosexual, una práctica liberal de la que deberíamos tomar buena nota en España.
Recientemente, un documentado estudio del profesor Juan Miguel Matheus sobre La disciplina parlamentaria ha ganado el prestigioso Premio de Estudios Parlamentarios de la Fundación Giménez Abad. En dicha obra podemos aprender algunas cosas muy curiosas e interesantes, como el origen de este concepto que defendió Bentham allá por 1791- o que la racionalización de la disciplina parlamentaria en España se realiza nada menos que en la Constitución de 1978, y no antes. Una auténtica sorpresa para los defensores de la necesidad de no revisar en absoluto nuestra impecable Carta Magna.
En otro libro que cualquier parlamentario debería leer (El Parlamento necesario. Parlamento y democracia en el siglo XXI, de José Tudela Aranda), su autor pone de manifiesto la necesaria asunción de responsabilidades individuales de los parlamentarios para favorecer así tanto la fiscalización de su trabajo por la sociedad como su propia iniciativa de rendición de cuentas. Dar más autonomía a los parlamentarios es uno de los ingredientes imprescindibles para la necesaria recuperación de la confianza ciudadana en las instituciones. Mientras tanto, hay quien sigue presumiendo de ganar votaciones a la búlgara, como en aquellos congresos comunistas más allá del Telón de Acero en los que la disensión podía acarrear la pena de muerte. Con tanta disciplina y tanta cobardía, es la democracia la que puede acabar moribunda, y precisamente a manos de quienes deberían estar más interesados en defenderla. Una lección que, visto lo visto, va a costar mucho trabajo aprender.