BLOGOSFERA
Vacaciones baratas y amores imposibles
Entre las compensaciones de la vida de los profesores universitarios una de las más gratas es la amistad con profesores de otras tierras. Esa amistad contribuye a la digna combinación de un estatus alto con un sueldo no tan alto. Si no, de qué iba yo a estar escribiendo mi artículo de esta semana en una maravillosa casa de campo en el Languedoc, en mitad del país de los cátaros. Claro que para nuestros amigos de aquí Yunquera, mi pueblo, todavía resulta más exótico.
Rota la frontera más grande, que es la del idioma, descubrimos que nuestras nacionalidades son apenas un accidente casi irrelevante en la similitud de nuestras vidas. Nos conocimos cuando aún éramos estudiantes, luego las conversaciones se hicieron adultas hablando de nuestras carreras profesionales, de las tesis doctorales y de las primeras publicaciones; más tarde los hijos ocupaban el centro de todo, y ahora, sin que nada los desplace, nos contamos minuciosamente el estado de salud de nuestros padres. Más allá de nuestros países de origen nos damos cuenta de que, en lo esencial, siempre hemos estado en el mismo lado de la frontera de la vida.
Para venir aquí atravesamos la frontera entre España y Francia con la misma facilidad con la que pasamos el límite de Aragón a Cataluña, y dimos gracias a quienes un día tuvieron la lucidez de comprender la vital importancia de lo que nos une, y el coraje de demoler lo que nos separa. Decidimos venir por Carcasona y por Castres, atravesando un bello paisaje que hace ocho siglos fue testigo de las horribles crueldades de una guerra de religión.
Cuenta Denis de Rougemont, en su imprescindible El amor y Occidente, que allí dónde los cátaros, con su ideal de renuncia al mundo material, fueron reprimidos hasta el exterminio, poco tiempo después aparecieron los trovadores cantando al amor cortés, al amor romántico. Un ideal de amor que también supone una renuncia a su realización material. Rougemont describe el amor cortés como la exaltación del amor imposible, aquel que se consume cuando se consuma. Un amor que buscando la idealizada perfección de la amada o el amado imposibles se pierde todos los amores posibles. Nuestro autor contrapone a ese amor romántico el amor ágape, un amor para compartir, que alcanza su plenitud en la convivencia no en la imposibilidad de la misma.
Me pregunto si esas categorías se podrían aplicar al amor cívico, al amor a la patria. Si hay un amor imposible, a una nación idealizada, y si hay un amor posible, un amor para compartir y convivir con la diversidad de los compatriotas. Los nacionalistas siempre sueñan con países religiosa, cultural y étnicamente homogéneos. Les obsesiona la pureza (catalana o castellana) de su nación soñada y se pierden la riqueza de su sociedad real. Quizá por todo eso Rougemont dedicó gran parte de su vida a trabajar por la existencia de una Europa unida y sin fronteras, una Europa para vivir juntos.
Publicado en La Opinión de Málaga el 10 de agosto de 2010