BLOGOSFERA
El compañero perro se queda
Hace ya muchos años que Michel Foucault nos advirtió de que si queremos investigar el poder no debemos quedarnos exclusivamente dentro de los límites de los aparatos del Estado. Encontramos relaciones de dominio que van desde los ámbitos más públicos a los más privados, y no siempre son evidentes. Muchas organizaciones batallan para enseñar a las adolescentes a identificar los comportamientos de dominio machista en sus primeras relaciones amorosas. También es cierto que hay otras organizaciones, bien poderosas, que aconsejan a las mujeres la sumisión al padre o al esposo.
Someter al prójimo a tu capricho es una tentación difícil de vencer para los seres humanos. Incluso hasta cuando están luchando por la libertad. El que tiene un poder, cualquier poder, incluido el del anonimato, enseguida tiene la tentación de sentirse excepcionado de ciertas normas y reglas que nos afectan a todos, incluidas las del civismo. Se cumple el mito platónico del anillo de Giges, recuperado por Tolkien. El anillo del poder, no necesariamente de un poder político, puede degradar a quien lo lleva. Hace unos días me contaba un compañero, profesor de la Complutense, que al pedirle a un grupo de jóvenes que ocupaban el edificio del vicerrectorado, que desalojaran a unos perros que habían llevado con ellos, estos zanjaron la negociación afirmando rotundamente: «los compañeros perros se quedan». Además de los «compañeros perros», también se quedaron unas bombonas de butano. Imagino que, una vez que tienes cierto poder sobre un edificio, sobre todo cuando lo ocupas en nombre de una causa noble, no estás libre de verte tentado de usar el edificio de una manera que va más allá de lo que aconseja la defensa de tu causa.
Nuestro país está lleno de poderes, de diverso tamaño y pelaje, mucho menos controlados que el poder político, que llevan todo el día puesto el anillo del incivismo. Algunos medios de comunicación de extrema derecha, han dedicado duras críticas al rector de la Complutense, José Carrillo, escandalizados de que «el hijo de Carrillo» recurriera a la policía para desalojar el edificio del vicerrectorado. Supongo que decepcionados de que el rector no se sumara a la protesta. A estas críticas se sumaban algunos portavoces de la extrema izquierda, aunque estos menos escandalizados, pues decían que ya se veía venir el comportamiento del rector teniendo en cuenta que su padre pactó con Adolfo Suárez durante la Transición. Cosa de la estirpe, que dirían algunos. Se ve que ni unos ni otros han superado todavía el «trauma» de la concordia.
Todo esto ocurría la misma semana en que asistí a una escena singular. Durante el velatorio del presidente Suárez bajé con otros diputados a la capilla ardiente. Estando allí, llegaron la viuda y los hijos de Santiago Carrillo. Los hijos de Suárez los abrazaron con afecto. Me acordé de aquél verso de Borges que decía «no nos une el amor, sino el espanto». Y es que hay días en que dan ganas de abrazarse.